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DÍA 6 DE AGOSTO
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* * * San Hormisdas, papa del año 514 al año 523. Nació en Frosinone (Campania, Italia). Era viudo y diácono romano cuando lo eligieron papa. Un hijo suyo también fue papa con el nombre de Silverio (536-537). Abanderado de la paz, consiguió acabar con el cisma de Acacio en Oriente, y en Occidente hizo que las nuevas poblaciones de Galias, España, África, etc., respetaran los derechos de la Iglesia. Fue sepultado en la basílica romana de San Pedro. Santos Justo y Pastor. Eran hermanos y vivían en Alcalá de Henares, provincia de Madrid. Siendo aún niños y escolares, enardecidos por el ejemplo de tantos cristianos que confesaron su fe con el martirio, un día, al salir de la escuela, arrojaron sus cartillas y se presentaron ante el gobernador Daciano a confesarse discípulos de Jesucristo. Detenidos inmediatamente fueron azotados y, mientras se animaban y exhortaban mutuamente, fueron degollados por su amor a Cristo. Esto sucedió el año 304, durante la persecución del emperador Diocleciano. Cantó su martirio el poeta cristiano Prudencio en su Peristéphanon. Beato Adolfo Jaime Serra Hortal. Nació en Bañolas (Gerona) el año 1880. Vistió el hábito de La Salle en 1897. A partir de 1899 ejerció su apostolado en diversos destinos, y finalmente en 1930 fue nombrado procurador de Manlleu (Barcelona). Cuando surgió la persecución religiosa de 1936, estaba en Rosas visitando a su familia. Obtuvo un pasaporte para pasar a Francia, pero cuando llegó a la frontera ya estaba cerrada. Regresó a Rosas, donde no tardó en ser detenido por los milicianos que lo llevaron a Manlleu, donde los milicianos del pueblo lo asesinaron en un cruce de carreteras el 6-VIII-1936. Beato Carlos López Vidal. Nació en Gandía (Valencia, España) el año 1894. Desde muy joven cultivó su formación y vida cristiana con los jesuitas. Se incorporó a movimientos religiosos y se comprometió en apostolados, a la vez que atendía a los pobres. Contrajo matrimonio, pero no tuvo hijos. Fue sacristán de la Colegiata y ayudó a las religiosas contemplativas. Lo detuvieron los milicianos el 6 de agosto de 1936, porque era manifiesta su condición de cristiano, y lo fusilaron aquel mismo día en un lugar de Gandía llamado «La Pedrera», mientras gritaba «¡Viva Cristo Rey!». Su cadáver estuvo tres días sin enterrar, luego lo rociaron con gasolina y le prendieron fuego, y sus restos los sepultaron en el cementerio. Beato Escelino. Llevó vida de ermitaño en un bosque del territorio de Luxemburgo, sin preocuparse de qué comer ni qué vestir ni dónde cobijarse, confiando sólo en la generosidad de Dios. Beato Octaviano de Savona. Nació en Quingey, junto a Besançon (Francia), el año 1060. Era hijo del conde Guillermo Testardita, de la casa de Borgoña, y hermano del papa Calixto II. Estudió en Bolonia y luego ingresó en el monasterio benedictino de Ciel d'Oro, en el que profesó y se ordenó de sacerdote. Hacia 1123 fue elegido obispo de Savona (Liguria). Se unió a la línea reformista que florecía en su tiempo, y trató de renovar el clero, reformar las costumbres y elevar el nivel de la vida cristiana de los fieles, defender la libertad de la Iglesia frente a los poderosos, al tiempo que cuidaba de los pobres. Murió el año 1132. Beatos Pablo Bertrán y Francisco Vives. Desatada en España la persecución religiosa, los milicianos detuvieron en Creixell a estos dos sacerdotes de la diócesis de Tarragona y los asesinaron a la entrada de Torredembarra el 6 de agosto de 1936. Pablo Bertrán nació en Creixell en 1875. Ordenado sacerdote en 1899, ejerció el ministerio en varias parroquias. Manifestaba gran celo por la salvación de las almas, pasaba mucho tiempo en el confesonario, era piadoso, sencillo y caritativo. La persecución le sorprendió en Selva del Campo, de donde era párroco. Buscó refugio en su pueblo natal. Francisco Vives nació en Valls en 1876. Fue ordenado sacerdote en 1900 y ejerció el ministerio sagrado en Creixell a partir de 1928. Predicaba con gran fervor, era caritativo y prudente, estimado. Cuando estalló la revolución no quiso dejar la parroquia y buscó refugió en el pueblo.- Beatificados el 13-X-2013. Beato Saturnino Ortega Montealegre. Nació en Brihuega (Guadalajara) en 1866. Terminó los estudios eclesiásticos en Toledo como alumno externo del seminario. Fue ordenado sacerdote en 1892. Ejerció el ministerio en varias parroquias; en 1912 recibió el nombramiento de párroco de Santa María la Mayor de Talavera de la Reina (Toledo) y arcipreste de la ciudad. Apenas iniciada la persecución religiosa, el 19-VII-1936 fue arrestado y encerrado en la cárcel de Talavera. Después de varias vejaciones fue asesinado el 6-VIII-1936. Beato Tadeo Dulny. Nació en Polonia el año 1914. A los 21 años ingresó en el seminario diocesano de Wloclawek y era seminarista cuando en 1939 llegaron a su tierra las tropas alemanas. Lo detuvieron junto a otro personal de seminario el 7 de octubre de aquel año. Ya en la cárcel pudo continuar de forma clandestina los estudios y aprobó el curso quinto. En julio de 1940 lo internaron en al campo de concentración de Dachau, cerca de Munich (Alemania). Las duras condiciones del campo minaron su salud y murió exánime el 6 de agosto de 1942. *** PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN Pensamiento bíblico: En la Transfiguración del Señor, «una nube luminosa cubrió con su sombra a Pedro, a Santiago y a Juan, y una voz desde la nube decía: -Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadle» (Mt 17,5). Pensamiento franciscano: Santa Clara escribió a santa Inés de Praga: -¡Oh bienaventurada pobreza, que da riquezas eternas a quienes la aman y abrazan! ¡Oh santa pobreza, que a los que la poseen y desean les es prometido por Dios el reino de los cielos! ¡Oh piadosa pobreza, a la que el Señor Jesucristo se dignó abrazar con preferencia sobre todas las cosas! Las zorras, dice Él, tienen madrigueras, y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del hombre, es decir, Cristo, no tiene donde reclinar la cabeza, sino que, inclinada la cabeza, entregó el espíritu (1CtaCl 15-18). Orar con la Iglesia: Oremos a Dios Padre que, en Jesucristo su Hijo, nos ha revelado su amor y benevolencia con nosotros. -Por la Iglesia: para que sea en medio del mundo como una lámpara que brilla en lugar oscuro. -Por los que buscan el rostro de Dios: para que puedan encontrarlo en el rostro del hombre. -Por los que intentan transformar este mundo: para que sus esfuerzos alumbren el mundo nuevo que Cristo nos presagia en su transfiguración. -Por todos los cristianos: para que, prestando atención a la palabra de Cristo, sepamos irradiarla a los demás. Oración: Dios Padre nuestro, tu Hijo muy amado ha recibido de ti la honra y la gloria que a todos nos prometes; concédenos también a nosotros los bienes que de ti esperamos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. * * * TRANSFIGURACIÓN DEL
SEÑOR Queridos hermanos y hermanas: El evangelista san Marcos refiere que Jesús se llevó a Pedro, Santiago y Juan a una montaña alta y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, «como no puede dejarlos ningún batanero del mundo» (cf. Mc 9,2-10). La liturgia nos invita hoy a fijar nuestra mirada en este misterio de luz. En el rostro transfigurado de Jesús brilla un rayo de la luz divina que él tenía en su interior. Esta misma luz resplandecerá en el rostro de Cristo el día de la Resurrección. En este sentido, la Transfiguración es como una anticipación del misterio pascual. La Transfiguración nos invita a abrir los ojos del corazón al misterio de la luz de Dios presente en toda la historia de la salvación. Ya al inicio de la creación el Todopoderoso dice: «Fiat lux», «Haya luz» (Gn 1,3), y la luz se separó de la oscuridad. Al igual que las demás criaturas, la luz es un signo que revela algo de Dios: es como el reflejo de su gloria, que acompaña sus manifestaciones. Cuando Dios se presenta, «su fulgor es como la luz, salen rayos de sus manos» (Ha 3,4). La luz -se dice en los Salmos- es el manto con que Dios se envuelve (cf. Sal 104,2). En el libro de la Sabiduría el simbolismo de la luz se utiliza para describir la esencia misma de Dios: la sabiduría, efusión de la gloria de Dios, es «un reflejo de la luz eterna», superior a toda luz creada (cf. Sb 7,27.29s). En el Nuevo Testamento es Cristo quien constituye la plena manifestación de la luz de Dios. Su resurrección ha derrotado para siempre el poder de las tinieblas del mal. Con Cristo resucitado triunfan la verdad y el amor sobre la mentira y el pecado. En él la luz de Dios ilumina ya definitivamente la vida de los hombres y el camino de la historia. «Yo soy la luz del mundo -afirma en el Evangelio-; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). San Lucas no habla de Transfiguración, pero describe todo lo que pasó a través de dos elementos: el rostro de Jesús que cambia y su vestido que se vuelve blanco y resplandeciente, en presencia de Moisés y Elías, símbolo de la Ley y los Profetas. A los tres discípulos que asisten a la escena les dominaba el sueño: es la actitud de quien, aun siendo espectador de los prodigios divinos, no comprende. Sólo la lucha contra el sopor que los asalta permite a Pedro, Santiago y Juan «ver» la gloria de Jesús. Entonces el ritmo se acelera: mientras Moisés y Elías se separan del Maestro, Pedro habla y, mientras está hablando, una nube lo cubre a él y a los otros discípulos con su sombra; es una nube, que, mientras cubre, revela la gloria de Dios, como sucedió para el pueblo que peregrinaba en el desierto. Los ojos ya no pueden ver, pero los oídos pueden oír la voz que sale de la nube: «Este es mi Hijo, el elegido; escuchadle» (Lc 9,35). Los discípulos ya no están frente a un rostro transfigurado, ni ante un vestido blanco, ni ante una nube que revela la presencia divina. Ante sus ojos está «Jesús solo» (Lc 9,36). Jesús está solo ante su Padre, mientras reza, pero, al mismo tiempo, «Jesús solo» es todo lo que se les da a los discípulos y a la Iglesia de todos los tiempos: es lo que debe bastar en el camino. Él es la única voz que se debe escuchar, el único a quien es preciso seguir, él, que subiendo hacia Jerusalén, dará la vida y un día «transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (Flp 3,21). «Maestro, qué bien se está aquí» (Lc 9,33): es la expresión de éxtasis de Pedro, que a menudo se parece a nuestro deseo respecto de los consuelos del Señor. Pero la Transfiguración nos recuerda que las alegrías sembradas por Dios en la vida no son puntos de llegada, sino luces que él nos da en la peregrinación terrena, para que «Jesús solo» sea nuestra ley y su Palabra sea el criterio que guíe nuestra existencia. Que la Virgen María nos ayude a vivir intensamente nuestros momentos de encuentro con el Señor para que podamos seguirlo cada día con alegría. A ella dirigimos nuestra mirada invocándola con la oración del Ángelus. * * * ¡QUÉ BIEN SE
ESTÁ AQUÍ! El misterio que hoy celebramos lo manifestó Jesús a sus discípulos en el monte Tabor. En efecto, después de haberles hablado, mientras iba con ellos, acerca del reino y de su segunda venida gloriosa, teniendo en cuenta que quizá no estaban muy convencidos de lo que les había anunciado acerca del reino, y deseando infundir en sus corazones una firmísima e íntima convicción, de modo que por lo presente creyeran en lo futuro, realizó ante sus ojos aquella admirable manifestación, en el monte Tabor, como una imagen prefigurativa del reino de los cielos. Era como si les dijese: «El tiempo que ha de transcurrir antes de que se realicen mis predicciones no ha de ser motivo de que vuestra fe se debilite, y, por esto, ahora mismo, en el tiempo presente, os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán sin haber visto llegar al Hijo del hombre con la gloria de su Padre». Y el evangelista, para mostrar que el poder de Cristo estaba en armonía con su voluntad, añade: Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y se los llevó aparte a una montana alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Éstas son las maravillas de la presente solemnidad, éste es el misterio, saludable para nosotros, que ahora se ha cumplido en la montaña, ya que ahora nos reúne la muerte y, al mismo tiempo, la festividad de Cristo. Por esto, para que podamos penetrar, junto con los elegidos entre los discípulos inspirados por Dios, el sentido profundo de estos inefables y sagrados misterios, escuchemos la voz divina y sagrada que nos llama con insistencia desde lo alto, desde la cumbre de la montaña. Debemos apresurarnos a ir hacia allí -así me atrevo a decirlo- como Jesús, que allí en el cielo es nuestro guía y precursor, con quien brillaremos con nuestra mirada espiritualizada, renovados en cierta manera en los trazos de nuestra alma, hechos conformes a su imagen, y, como él, transfigurados continuamente y hechos partícipes de la naturaleza divina, y dispuestos para los dones celestiales. Corramos hacia allí, animosos y alegres, y penetremos en la intimidad de la nube, a imitación de Moisés y Elías, o de Santiago y Juan. Seamos, como Pedro, arrebatado por la visión y aparición divina, transfigurado por aquella hermosa transfiguración, desasido del mundo, abstraído de la tierra; despojémonos de lo carnal, dejemos lo creado y volvámonos al Creador, al que Pedro, fuera de sí, dijo: Señor, ¡qué bien se está aquí! Ciertamente, Pedro, en verdad qué bien se está aquí con Jesús; aquí nos quedaríamos para siempre. ¿Hay algo más dichoso, más elevado, más importante que estar con Dios, ser hechos conformes con él, vivir en la luz? Cada uno de nosotros, por el hecho de tener a Dios en sí y de ser transfigurado en su imagen divina, tiene derecho a exclamar con alegría: ¡Qué bien se está aquí!, donde todo es resplandeciente, donde está el gozo, la felicidad y la alegría, donde el corazón disfruta de absoluta tranquilidad, serenidad y dulzura, donde vemos a (Cristo) Dios, donde él, junto con el Padre, pone su morada y dice, al entrar: Hoy ha sido la salvación de esta casa, donde con Cristo se hallan acumulados los tesoros de los bienes eternos, donde hallamos reproducidas, como en un espejo, las imágenes de las realidades futuras. * * * SANTA CLARA DE
ASÍS, UN CORAZÓN POBRE Estamos, por lo tanto, en camino... Pero no es fácil caminar por este nuestro «desierto»; nos lo enseña la experiencia de cada uno de nosotros. Y ahora es más difícil que nunca porque parece que el viento -este árido «ghibli» que cambia el perfil de las dunas a cada ráfaga- se divierte dispersando el grupo, volcando las tiendas pacientemente levantadas entre una tempestad de arena y la siguiente, haciendo pedazos toda esperanza renacida... Es indudable que en estos momentos nuestros ojos, los ojos de todos, están llenos de arena. No se puede ver. Cierto que no basta, para caminar, la defensa de una Regla que prescribe la pobreza absoluta. Clara también sabe esto: «Como estrecha es la vía y angosta la puerta por donde se va y se entra a la vida, son pocos los que caminan y entran por ellas; y aunque hay algunos que por algún tiempo caminan por la misma, son poquísimos los que perseveran. Pero ¡bienaventurados aquellos a quienes les es dado caminar por ella y perseverar hasta el fin!» (TestCl). Ni siquiera basta un esfuerzo de desasimiento renovado cada día... Ahora más que nunca, en el «desierto» resiste sólo quien tiene un corazón de pobre, quien vive una dinámica de espera, quien vive de disposición, de fidelidad, de aquella confianza en tensión que es precisamente la esperanza... Cuando Israel se desvía, confiando más en las potencias políticas y en las seguridades terrenas que en su Dios, «una extraña certeza se apodera de los profetas: para que Israel vuelva a encontrar a su Dios, es necesario hacerle perder todo lo demás, es decir, todas las seguridades terrenas, todo lo que insensiblemente ha ocupado en su corazón el puesto del Dios viviente» (S. De Dietrich). Tener un corazón de pobre significa, ni más ni menos, contar sólo con Dios. Por consiguiente, no con mis recursos personales, no con las provisiones hechas, no con los programas a realizar, no con la fuerza del grupo, no con el prestigio de la Orden o del monasterio, no con la fuerza de la tradición, no con un pasado glorioso, no con la capacidad de organización de los otros o mía, no con el número, no con la calidad, no con el manantial que según los cálculos debería aparecer tras algunos kilómetros, no con la salud que tengo, no con la salud que quizás tendré mañana, no con las ayudas del exterior, no con las ideas de tal o de cual... Sólo con Dios: como el «pequeño resto» de la profecía: «Dejaré en medio de ti un pueblo humilde y pobre, que buscará refugio en el nombre de Yahvé» (Sofonías 3,12). Señor, sólo Tú. Apoyo y plenitud eres Tú. Fuera de Ti, nada tiene color, todo es de un gris que sabe a desesperanza. «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad; sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre. Espere Israel en el Señor ahora y siempre» (Sal 130). El «desierto» lo ha quemado todo en Clara. «Cual sello sobre su corazón, como un sello en su brazo» (Cant 8,6) ha quedado sólo el rostro de su Cristo, pobre y crucificado. No tiene otra cosa. Él. No se dispersa. Sólo tiene tiempo para ocuparse de Cristo, Cristo Verbo Encarnado, que exige amor de aquellos a quienes Él mismo «separa» por amor. Así también el «desierto» florece en un oasis que da vida a la Iglesia entera: «Ya no te llamarán "Abandonada"; ni a tu tierra, "Devastada"; a ti te llamarán "Mi favorita"... y así, la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo» (Is 62,4-5). Efectivamente, «su afecto conmueve, su contemplación reconforta, su benignidad sacia, su suavidad colma, su memoria ilumina suavemente» (4CtaCl 11-12). Si Clara viviese ahora -y no creo que nadie pueda contradecirme- estaría también hoy demasiado ocupada en amar a Cristo (Verbo Encarnado, niño, crucificado, vecino, que llena su vida y exige a cambio amor y por consiguiente atención a cada instante, Dios que siembra el silencio de la escucha en el corazón) para tener tiempo de recriminar un pasado que no le pertenece, de «contestar» un presente que sólo la fuerza del amor puede redimir, de ponerse inútiles interrogantes o nutrir aprensiones por el futuro. Todo eso son pecados contra la esperanza. ¿Cuándo comprenderemos que no tenemos que hacer sino ocuparnos de Él -Salvador del mundo, comprometido en hacer nuevas todas las cosas- con aquella atención, con aquel amor, con aquella fidelidad, con aquella confianza que es propia de una esposa, de una madre, de una hija, de una hermana que ama? ¿Cuándo? Porque todo el resto, todo, vendrá por sí mismo para nosotros, para la Iglesia y para el universo entero: oráculo de Yahvé (cf. Mt 6,33). |
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