![]() |
|
![]() |
DÍA 9 DE JULIO
|
. |
* * * San Joaquín He Kaizhi. Nació en China el año 1774. A los veinte años conoció el cristianismo, abrazó la fe y se bautizó. En la persecución de 1814 fue arrestado, sometido a torturas para que apostatara y, al no conseguirlo, desterrado a Mongolia. Allí permaneció 18 años sin perder su fervor religioso. De regreso en casa, continuó su tarea de catequista y costeó un oratorio en el que se reunía la comunidad cristiana. En 1839 lo detuvieron de nuevo, lo encarcelaron y lo torturaron. Los meses de prisión lo fueron de un intenso y fructífero apostolado. Por fin lo condenaron a muerte por estrangulamiento. Lo ejecutaron el 9 de julio de 1839 en Kouy-Yang, provincia de Guizhou (China). Fue canonizado el año 2000. Beato Adriano Fortescue. Nació en Punsbourne (Inglaterra) hacia 1476 de familia noble; era primo hermano de Ana Bolena. Contrajo matrimonio y tuvo dos hijas, enviudó y contrajo nuevo matrimonio del que tuvo tres hijos. Fue un hombre profundamente religioso, recto y honesto. Profesó en la Tercera Orden de Santo Domingo. Ocupó altos cargos en el Estado. En 1534 fue encarcelado y, poco después, puesto en libertad. Cuatro años después, lo detuvieron de nuevo y lo encerraron en la Torre de Londres, en la que fue decapitado el 9 de julio de 1539, por haber negado la supremacía religiosa de Enrique VIII. Beata Juana Scopelli. Nació en Reggio Emilia (Italia) el año 1428. Junto con otras compañeras fundó en su ciudad natal un monasterio de carmelitas, en el que profesó y del que fue elegida primera priora. A su comunidad y a las personas que se acercaban al convento les dio un gran ejemplo de vida de oración, austeridad y penitencia. Se distinguió por su gran devoción a la Virgen. Murió el año 1491. Beato Luis Caburlotto. Nació en Venecia en 1817. Ordenado sacerdote en 1842, comenzó su ministerio parroquial en un contexto de pobreza material y moral. Su mayor preocupación fue la educación de la juventud, misión para la que fundó el instituto de las Hijas de San José. En tiempos difíciles sintió la llamada evangélica a convertirse en educador y padre de niños y jóvenes afligidos por la pobreza y el abandono. La experiencia le había enseñado cuán importantes son la educación y la instrucción escolar, también con vistas a la evangelización. Por eso, se dedicó con incansable celo a la fundación de escuelas populares e institutos de formación. Fue un hombre sencillo y humilde, muy espiritual. Murió en Venecia el 9 de julio de 1897. Beatificado el 16-V-2015. Beatas María Ana Magdalena de Guilhermier y María Ana Margarita de Rocher. Son dos religiosas de la Orden de Santa Úrsula que fueron guillotinadas en Orange (Francia) durante la Revolución Francesa el 9 de julio de 1794. La de Guilhermier nació en Bollène (Francia) en 1733. Al vestir el hábito de las Ursulinas en 1750 tomó el nombre de sor Santa Melania. La acusaron de negarse a prestar el juramento de libertad-igualdad y de poner obstáculos por su fanatismo a la marcha de la Revolución. La de Rocher nació también en Bollène, en 1755. Cuando ingresó en las Ursulinas de su ciudad natal tomó el nombre de sor María de los Ángeles. Fue acusada de no someterse a las leyes de la República y de propagar el fanatismo refractario.
PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN Pensamiento bíblico: Dijo Jesús a sus discípulos: «Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya, pero como no sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo, por eso el mundo os odia. Recordad lo que os dije: "No es el siervo más que su amo". Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15-18-20). Pensamiento franciscano: De las Admoniciones de san Francisco: «El siervo de Dios no puede conocer cuánta paciencia y humildad tiene en sí, mientras todo le suceda a su satisfacción. Pero cuando venga el tiempo en que aquellos que deberían causarle satisfacción, le hagan lo contrario, cuanta paciencia y humildad tenga entonces, tanta tiene y no más» (Adm 13). Orar con la Iglesia: Recordando a los mártires, que supieron amar a Dios y a los hermanos hasta dar su vida en testimonio de la fe, pidamos al Padre que escuche nuestra oración. -Por la santa Iglesia: para que sea siempre fiel a Dios y esté atenta al bien de todos los hombres, especialmente los más débiles. -Por todos los creyentes: para que proclamemos con humildad y valentía el Evangelio de Jesucristo. -Por los pobres, los que sufren, los perseguidos, los marginados: para que tengan la gozosa certidumbre de que el reino de los cielos les pertenece. -Por los servidores de la fe, de la justicia, del amor a los hermanos: para que encuentren apoyo y estima en los creyentes. Oración: Concédenos, Padre, ser testigos del Evangelio de tu Hijo en el mundo, y haz que sepamos servir a nuestros hermanos en la verdad, el amor y el cumplimiento de tu voluntad. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. * * * LA SANGRE DE LOS
MÁRTIRES Conságralos en la verdad; tu palabra es la verdad. Esta invocación, que reproduce la voz de la oración sacerdotal de Cristo elevada al Padre en la Última Cena, parece subir de la muchedumbre de santos y bienaventurados que el Espíritu Santo suscita en su Iglesia a lo largo de los siglos. Dos mil años después del comienzo de la obra de la redención, hacemos nuestra esa invocación, con los ojos fijos en el ejemplo de santidad de Agustín Zhao Rong y sus ciento diecinueve compañeros mártires en China. Dios Padre los consagró en su amor, escuchando la oración de su Hijo que le adquirió un pueblo santo al extender sus brazos en la cruz para destruir la muerte y manifestar la resurrección. La Iglesia da gracias al Señor porque la bendice y derrama en ella la luz con el resplandor de la santidad de estos hijos e hijas de China. La jovencita Ana Wang, de catorce años, resistió las amenazas del verdugo que la invitaba a apartarse de la fe de Cristo, diciendo mientras se preparaba con ánimo sereno a ser decapitada: «La puerta de los cielos ha sido abierta a todos», y con susurros invocó tres veces a Jesús; Xi Guizi, un joven de dieciocho años, dijo impávido a quienes le acababan de cortar el brazo derecho y se esforzaban por arrancarle la piel cuando todavía estaba vivo: «Cada trozo de mi carne, cada gota de mi sangre traerá a vuestra memoria que soy cristiano». Con la misma fortaleza y alegría, otros ochenta y cinco chinos dieron testimonio, hombres y mujeres de toda edad y condición, sacerdotes, religiosas y laicos que, con la entrega de la vida, confirmaron su indefectible fidelidad a Cristo y a la Iglesia. Esto sucedió en diversas épocas y tiempos difíciles y angustiosos de la historia de la Iglesia en China. En esta multitud de mártires resplandecen también treinta y tres misioneros y misioneras que, dejando su patria, intentaron insertarse en las costumbres y mentalidad chinas, adoptando con gran amor las particularidades de aquellas tierras, seducidos por el deseo de anunciar a Cristo y de servir a ese pueblo. Sus sepulcros todavía se conservan allí para mostrar que pertenecen a aquella patria a la que, a pesar de la flaqueza humana, amaron con sincero corazón, consagrando a ella todas sus energías. «A nadie hemos perjudicado sino que hemos servido a muchos», dijo el obispo Francisco Fogolla al gobernador que se disponía a matarlo con su propia espada. * * * PERMANECIERON FIELES HASTA
LA MUERTE Después que los prisioneros fueron sacados de la ciudad, se estuvo buscando un lugar apto para el suplicio, hasta que llegaron al monasterio de Rugg, conocido con el nombre de Santa Isabel. Había allí un local amplio, semejante a un granero, que servía de depósito para hierba seca, que allí se precisaba en abundancia. Había en este lugar dos vigas, una larga y otra más corta, que parecieron a los soldados ser a propósito para colgar de ellas a sus prisioneros. Los condujeron a aquel granero, mientras ellos, convencidos de que morirían por defender su fe católica, mutuamente se confortaban en el espíritu y oraban al Señor con fervor para que les ayudara en aquel trance definitivo. Cada uno, según Dios le inspiraba, confortaba a los demás, animándose con la esperanza de conquistar la retribución imperecedera y con la posesión definitiva del reino de los cielos, exhortándose también a soportar con valor cuantos suplicios les esperaban, sin perder el ánimo y venciendo la muerte corporal. Después los despojaron de sus vestidos y los dejaron totalmente desnudos. El padre Guardián fue escogido el primero para sufrir aquel horrendo suplicio. Abraza y besa a cada uno, y con palabras graves les exhorta a que permanezcan fieles en la fe católica; y que mueran con valentía por ella, manteniendo el espíritu y amor de fraternidad que durante su vida les había unido en la vida religiosa, permaneciendo fieles hasta la muerte en la misma fe y en el mismo espíritu, sin perder en aquella hora final el amor que toda su vida les había mantenido unidos; que tenían ya cercano el premio que Dios les había prometido y por el que venían luchando toda su vida: la corona eterna de la felicidad; que preparadas estaban estas coronas, pendientes de posarse sobre sus cabezas; que por cobardía no las despreciaran en aquel trance; finalmente, que siguieran su ejemplo con valor ante el suplicio. Diciendo estas palabras y otras parecidas, con intrepidez sube las gradas del patíbulo; con rostro cargado de paz y de cristiana alegría, avanza y no deja de pronunciar frases de aliento hasta que su garganta queda atrapada por las cuerdas de la horca. Su cuerpo pende en el aire. Y el vicario, padre Jerónimo, Ecio Nicasio y los dos párrocos, Leonardo y Nicolás, se dedican a reafirmar a sus compañeros, cumpliendo en aquel trance supremo su labor pastoral definitiva. Todos fueron colgados de la viga más larga, excepto cuatro. Tres de éstos pendían en la viga más corta; entre el padre Guardián y el hermano lego, fray Cornelio, se hallaba Godofrido Duneo; el último en ser ahorcado fue Jaime, premonstratense, que pendía de una escalera. Por lo demás, los soldados, con gran sarcasmo, no a todos les colocaron las cuerdas en el cuello, sino que a unos se las pusieron en la boca, a modo de mordaza; a otros, en la barbilla; incluso algunos lazos eran flojos, para prolongar más el suplicio, como el del venerable Nicasio, que, al clarear el nuevo día, aún no había expirado, por habérsele prolongado la respiración. Aquellos esbirros emplearon en tan horrendo crimen dos largas horas, a partir de la media noche. * * * LA VIDA DEL
EVANGELIO Jesús, el Siervo sufriente El que se atreve a seguir a Jesús por el camino de las Bienaventuranzas no queda impune. El poder diabólico del mal no perdona, como tampoco le perdonó a Él, que pretendamos salir del círculo de su influencia (1 R 22,19). Por eso, el seguimiento evangélico debe contar con el hecho de la cruz como una consecuencia más de la opción tomada. El misterioso Siervo sufriente de Isaías (Is 42,1ss) tomó carne en Jesús. Las palabras que el Padre le dirigió en el momento en que era bautizado por Juan, «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Mc 1,11), configuran la vocación de Jesús como tarea y misión del siervo sufriente, solidarizándose con los miserables y pecadores, con todos los malvados de la tierra, para sufrir por ellos y en lugar de ellos (Is 53,12). Pero el Padre, al resucitar a Jesús, nos mostró que el mal, causante de sufrimientos y de muerte, no es lo más poderoso ni lo definitivo, ya que más allá de todo eso está Él con su voluntad amorosa de hacer del hombre su propia gloria. En el caminar evangélico de san Francisco, como en el de todo creyente que se decida a seguir a Jesús hasta el fin, está el encuentro doloroso con la cruz. Llamado por el Señor a seguir sus huellas, no se acobardará al encontrarlas teñidas de sangre. Su tarea de realizador de un grupo evangélico, la Fraternidad, lo condujo a momentos de oscuridad en los que no percibía, a no ser en la contradicción, que se estuviera realizando el plan de Dios sobre ese grupo. La identificación en sus últimos años, enfermo y fracasado, con el Siervo sufriente le permitió comprender en su propia carne lo que es y significa la cruz para el cristiano. La aparición de las llagas es un signo de su firme voluntad de seguir hasta el final, hasta la cruz, al Jesús del Evangelio. Sin embargo, él estaba persuadido de que la cruz no era lo último ni lo definitivo. En Jesús estamos llamados todos a pasar a la nueva vida, en la que el hombre tenga ya pleno sentido por estar junto a Dios. Por eso, el sufrimiento y la cruz no son para Francisco hechos deshumanizadores, capaces de destrozarle. Precisamente en el momento más oscuro de su vida, es capaz de expresar con un canto, el de las Criaturas, lo que siente en su interior. Reconciliado con Dios y la creación, asume el dolor que le proporciona el haberse atrevido a seguir a Jesús, confiado en su promesa. Los cuatro temas que hemos visto y que constituyen el camino espiritual de Francisco -adoración, misión, bienaventuranzas y cruz-, se entrecruzan de tal modo en su vida, que llegan a formar la trama evangélica con la que se identificó y por la que se le reconoció como hombre de Evangelio. [Cf. el texto completo en http://www.franciscanos.org/temas/micotemas03.htm] |
. |
|