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| DÍA 27 DE JUNIO
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* * * San Arialdo de Milán. Nació en Cucciago (Lombardía, Italia) a principios del siglo XI. Hizo estudios superiores y ya de mayor fue ordenado de diácono por el arzobispo de Milán, quien lo encargó de su capilla y de la docencia en la escuela catedralicia. De joven se adscribió al movimiento de reforma radical que culminaría con Gregorio VII. En el clero de la Iglesia de Milán se habían introducido costumbres poco sanas como la simonía o el ordenar de sacerdote a hombres casados. Arialdo puso gran empeño en combatir esos abusos e imponer el celibato clerical, reprendiendo con energía a los clérigos simoníacos y depravados. Esto le atrajo muchos enemigos, y fue asesinado cruelmente por dos clérigos el año 1066. Santa Gudena. Sufrió el martirio en Cartago (en la actual Túnez) el año 203. Por orden del prefecto romano Rufino, fue sometida por cuatro veces al suplicio del potro, lacerada con garfios, vejada con varios suplicios en una sórdida cárcel y por último decapitada. San Juan de Chinon. Era sacerdote, oriundo de Bretaña, y se estableció como ermitaño en Chinon, territorio de Tours (Francia). Adquirió fama de santo y de sabio, y a él acudía multitud de gente a consultarle sus problemas o a dirigirse espiritualmente con él. Vivió muchos años recluido en una pequeña celda construida junto a la iglesia del lugar, consagrado a la oración. Murió en una fecha desconocida del siglo VI. San Sansón el Hospitalario. Nació en Roma hacia el año 490 de familia noble. Estudió medicina y se dedicó a atender a los pobres, hacia los que sentía una marcada preferencia. Muertos sus padres, distribuyó sus bienes a los pobres y marchó a Constantinopla, donde convirtió su casa en hospital y asilo para enfermos y pobres. El patriarca Menas, viendo sus virtudes, lo ordenó de sacerdote. En una grave enfermedad del emperador Justiniano I, Sansón lo atendió y lo curó. El emperador, agradecido, amplió con manificencia la casa de misericordia en la que Sansón siguió atendiendo a pobres y enfermos hasta su muerte el año 560. Santo Tomás Toan. Nació en Can Phan (Vietnam) hacia 1768. Era un ferviente miembro de la Tercera Orden de Santo Domingo y trabajaba como catequista y procurador en su distrito misional. Lo denunciaron por cristiano y como tal lo apresaron. En la prisión le propinaron toda clase de torturas para que renegase de su fe; incluso lo encerraron con dos cristianos renegados, que inventaron maldades para que apostatara. Tuvo un momento de debilidad, pero, al cambiarlo de cárcel, se encontró con santo Domingo Tranh. Recobró fuerzas, se arrepintió de su pecado y proclamó con firmeza ante las autoridades su fe. Lo llevaron a la cárcel y, abandonado en ella, murió de miseria, sed y hambre. Esto sucedió en la ciudad de Nam Dinh, el año 1840, en tiempo del emperador Minh Mang. San Zoilo de Córdoba. El poeta Prudencio refiere que ya en su tiempo Zoilo era venerado como mártir de Córdoba (España). Según la tradición, era de familia acomodada, y desde niño fue educado en la religión cristiana. En su juventud fue denunciado como cristiano y, llevado ante las autoridades romanas, confesó abiertamente su fe. Al no conseguir que renegara de Cristo, lo condenaron a la pena capital. Era el año 303. En el siglo XI trasladaron su cuerpo al monasterio benedictino de Carrión de los Condes (Palencia). Beata Luisa Teresa Montaignac de Chauvance. Nació en El Havre (Francia) el año 1820. A los diez años marchó a París, donde en 1843 se consagró al Señor. En 1848 se estableció en Montluçon y emprendió un amplio apostolado eucarístico y mariano. Pasó luego a Moulins y en 1850 fundó un orfanato y, cuatro años más tarde, la Obra de la Adoración, que evolucionó con el tiempo y se trasformó en la Pía Unión de Oblatas del Sagrado Corazón de Jesús, dedicadas al apostolado parroquial, al decoro de los templos y a las obras de caridad para con los pobres. Murió en Moulins (Auvernia, Francia) el año 1885. * * *
PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN Pensamiento bíblico: En la Anunciación dijo el ángel a la Virgen: -No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin (Lc 1,30-33). Pensamiento franciscano: Escribe Celano sobre las devociones de san Francisco: -Rodeaba de amor indecible a la Madre de Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad. Le tributaba peculiares alabanzas, le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar lengua humana (2 Cel 198). Orar con la Iglesia: Con el alma llena de alegría por la maternidad divina de la Virgen María, dirijamos al Padre nuestra oración filial y confiada. -Por la Iglesia: para que, imitando el ejemplo de María, acepte la Palabra de Dios y la lleve a todos los hombres. -Por los padres y madres: para que acojan el don de la vida como una bendición del Señor. -Por todos los pueblos: para que consagren sus mejores energías y riquezas a la edificación de una sociedad justa y pacífica. -Por las mujeres: para que en María encuentren el sentido de su vocación en la sociedad y en la Iglesia. Oración: Señor Dios nuestro, recibe por medio de María nuestra oración y haznos dóciles a la acción de tu Espíritu. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. * * * SAN CIRILO DE
ALEJANDRÍA Nos han llegado muy pocas noticias sobre la vida de san Cirilo antes de su elección a la importante sede de Alejandría. Cirilo, sobrino de Teófilo, que desde el año 385 rigió como obispo la diócesis de Alejandría, nació probablemente en esa misma metrópoli egipcia entre el año 370 y el 380. Pronto se encaminó hacia la vida eclesiástica y recibió una buena educación, tanto cultural como teológica. Tras la muerte de su tío Teófilo, Cirilo, que aún era joven, fue elegido el año 412 obispo de la influyente Iglesia de Alejandría, gobernándola con gran firmeza durante treinta y dos años, tratando siempre de afirmar el primado en todo el Oriente, fortalecido asimismo por los vínculos tradicionales con Roma. El antiguo contraste con la sede de Constantinopla volvió a encenderse años después, cuando en el 428 fue elegido obispo Nestorio, un prestigioso y severo monje de formación antioquena. El nuevo obispo de Constantinopla suscitó pronto oposiciones, pues en su predicación prefería para María el título de «Madre de Cristo» ( Christotokos), en lugar del de «Madre de Dios» (Theotokos), ya entonces muy querido por la devoción popular. El motivo de esta decisión del obispo Nestorio era su adhesión a la cristología de la tradición antioquena que, para salvaguardar la importancia de la humanidad de Cristo, acababa afirmando su separación de la divinidad. De este modo no era ya verdadera la unión entre Dios y el hombre en Cristo y, por tanto, ya no se podía hablar de «Madre de Dios». La reacción de Cirilo -entonces máximo exponente de la cristología de Alejandría, que subrayaba con fuerza la unidad de la persona de Cristo- fue casi inmediata y se desplegó con todos los medios ya a partir del año 429, enviando también algunas cartas al mismo Nestorio. En la segunda misiva que le envió Cirilo, en febrero del 430, leemos una clara afirmación del deber de los pastores de preservar la fe del pueblo de Dios. Este era su criterio, por lo demás válido también para hoy: la fe del pueblo de Dios es expresión de la tradición, es garantía de la sana doctrina. Así escribe estas líneas a Nestorio: «Es necesario exponer al pueblo la enseñanza y la interpretación de la fe de la manera más irreprensible y recordar que quien escandaliza aunque sea a uno solo de los pequeños que creen en Cristo padecerá un castigo intolerable». En la misma carta a Nestorio -misiva que más tarde, en el año 451, sería aprobada por el Concilio de Calcedonia, cuarto concilio ecuménico-, Cirilo describe con claridad su fe cristológica: «Siendo distintas las naturalezas que se unieron en esta unidad verdadera, de ambas resultó un solo Cristo, un solo Hijo: no en el sentido de que la diversidad de las naturalezas quedara eliminada por esta unión, sino que la divinidad y la humanidad completaron para nosotros al único Señor, Cristo e Hijo, con su inefable e inexpresable conjunción en la unidad». Y esto es importante: realmente la verdadera humanidad y la verdadera divinidad se unen en una sola Persona, nuestro Señor Jesucristo. Por ello, sigue diciendo el obispo de Alejandría, «profesamos un solo Cristo y Señor, no en el sentido de que adoramos al hombre junto con el Logos, para no insinuar la idea de la separación diciendo "junto", sino en el sentido de que adoramos a uno solo y al mismo, pues su cuerpo no es algo ajeno al Logos, con el que está sentado a la diestra del Padre. No están sentados a su lado dos hijos, sino uno solo unido con la propia carne». Muy pronto el obispo de Alejandría, gracias a agudas alianzas, logró que Nestorio fuera condenado repetidamente: por parte de la sede romana con una serie de doce anatematismos redactados por él mismo y, finalmente, por el concilio de Éfeso del año 431, el tercer concilio ecuménico. La asamblea, que se desarrolló con vicisitudes tumultuosas, concluyó con el primer gran triunfo de la devoción a María y con el exilio del obispo de Constantinopla que no quería reconocer a la Virgen el título de «Madre de Dios», a causa de una cristología equivocada, que ponía división en el mismo Cristo. Ahora bien, después de haber prevalecido de este modo sobre el rival y su doctrina, san Cirilo supo alcanzar ya en el año 433 una fórmula teológica de compromiso y de reconciliación con los de Antioquía. Y esto también es significativo: por una parte se da la claridad de la doctrina de la fe, pero, por otra, la intensa búsqueda de la unidad y de la reconciliación. En los años siguientes se dedicó con todos los medios a defender y aclarar su posición teológica hasta la muerte, acaecida el 27 de junio del año 444. * * * DEFENSOR DE LA MATERNIDAD
DIVINA Me extraña, en gran manera, que haya alguien que tenga duda alguna de si la Santísima Virgen ha de ser llamada Madre de Dios. En efecto, si nuestro Señor Jesucristo es Dios, ¿por qué razón la Santísima Virgen, que lo dio a luz, no ha de ser llamada Madre de Dios? Esta es la fe que nos transmitieron los discípulos del Señor, aunque no emplearan esta misma expresión. Así nos lo han enseñado también los santos Padres. Y así, nuestro padre Atanasio, de ilustre memoria, en el libro que escribió sobre la santa y consubstancial Trinidad, en la disertación tercera, a cada paso da a la Santísima Virgen el título de Madre de Dios. Siento la necesidad de citar aquí sus mismas palabras, que dicen así: «La finalidad y característica de la sagrada Escritura, como tantas veces hemos advertido, consiste en afirmar de Cristo, nuestro salvador, estas dos cosas: que es Dios y que nunca ha dejado de serlo, él, que es el Verbo del Padre, su resplandor y su sabiduría; como también que él mismo, en estos últimos tiempos, se hizo hombre por nosotros, tomando un cuerpo de la Virgen María, Madre de Dios». Y, un poco más adelante, dice también: «Han existido muchas personas santas e inmunes de todo pecado: Jeremías fue santificado en el vientre materno; y Juan Bautista, antes de nacer, al oír la voz de María, Madre de Dios, saltó lleno de gozo». Y estas palabras provienen de un hombre absolutamente digno de fe, del que podemos fiarnos con toda seguridad, ya que nunca dijo nada que no estuviera en consonancia con la sagrada Escritura. Además, la Escritura inspirada por Dios afirma que el Verbo de Dios se hizo carne, esto es, que se unió a un cuerpo que poseía un alma racional. Por consiguiente, el Verbo de Dios asumió la descendencia de Abrahán y, fabricándose un cuerpo tomado de mujer, se hizo partícipe de la carne y de la sangre, de manera que ya no es sólo Dios, sino que, por su unión con nuestra naturaleza, ha de ser considerado también hombre como nosotros. Ciertamente, el Emmanuel consta de estas dos cosas, la divinidad y la humanidad. Sin embargo, es un solo Señor Jesucristo, un solo verdadero Hijo por naturaleza, aunque es Dios y hombre a la vez; no un hombre divinizado, igual a aquellos que por la gracia se hacen partícipes de la naturaleza divina, sino Dios verdadero, que, por nuestra salvación, se hizo visible en forma humana, como atestigua también Pablo con estas palabras: Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción. * * * FE Y VIDA
EUCARÍSTICAS II. INFLUENCIA DE LA EUCARISTÍA (V) 6.
«Y recibamos el cuerpo y la sangre Francisco se expresa al respecto de una manera muy clara y muy firme, incluso un tanto rígida. En cinco pasajes, citando con algunas variantes a Jn 6,53-54: «Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna», Francisco subraya que «ninguno puede ser salvado» o «entrar en el reino de Dios», si no come la carne y no bebe la sangre de nuestro Señor Jesucristo. Tal es ciertamente la disposición tomada por el Señor, en su amor, para comunicar la salvación que es Él en persona en su resurrección. No es posible, por tanto, asimilárselo plenamente sino comiendo su carne y bebiendo su sangre. Y, en Cristiandad, tal como ésta se encontraba realizada en el tiempo y país de Francisco, esta exigencia era absolutamente necesaria, con independencia de los medios elegidos por el Señor para salvar a los hombres que vivían en cualquier otra situación. Porque en Jesucristo resucitado y en Él solo se encuentra personalmente la vida eterna, cuya única fuente es Él, y porque el sacramento de su cuerpo y de su sangre es el lugar por excelencia de su presencia personal, recibiéndolo es como los creyentes reciben la vida, la vida nueva y eterna del Señor resucitado, en la que está la salvación. Por eso, el sacramento del cuerpo y de la sangre del Señor es por y para los que lo reciben, la fuente y el principio del mundo nuevo. 7.
«En quien todo ha sido pacificado Esta vida nueva, principio de un mundo nuevo, inaugura en el corazón de la historia la presencia de los últimos tiempos. Este mundo nuevo es ante todo un mundo «pacificado y reconciliado con el Dios omnipotente», y Francisco refiere esto clarísimamente al sacramento del cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo. Cristo, elevado de la tierra en su glorificación, presente en la Eucaristía, atrae todo hacia Él, «reconciliando consigo todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, todo lo que hay en la tierra y en los cielos» (CtaO 13; Col 1,20). ¿No es un rasgo notorio de la vida y de la persona de Francisco el ofrecer a los hombres el testimonio de un hombre plenamente pacificado, plenamente reconciliado, por su paso en la Pascua de Cristo? Reconciliación con su Dios, consigo mismo, con todos los seres, que hace de Francisco «un hombre de otro mundo» (1 Cel 36), un hombre de los últimos tiempos, un hombre del nuevo mundo, un hombre escatológico. Hermano universal, encuentra en cada criatura los rasgos fraternales que revelan la presencia en ellas del amor creador del Padre, del que vive intensamente su corazón de hijo. Todos los seres son para él hermanos o hermanas, desde el sol hasta la muerte, porque él vive ya la gloria de los cielos nuevos y de la tierra nueva, de la tierra de los vivientes, en la que le introdujo la altísima pobreza del Señor Jesús. Pero más que ninguna otra criatura, quien perdona y sufre en la paz del abandono; porque es el icono de la misericordia paterna revelada en el Hijo que cumple el eterno designio de reconciliación universal en la paz del Espíritu. Por eso, pasando como peregrino y advenedizo por el desierto de este mundo, celebraba continuamente en pobreza de espíritu la Pascua del Señor, el paso de este mundo al Padre (LM 7,9). Francisco hace de toda su vida una eucaristía, una acción de gracias continua, la misma que el Hijo eleva a la gloria del Padre, con todo su ser eterno, con toda su vida de hombre. 8. «Te damos gracias por Ti mismo» (1 R 23,1) La acción de gracias brota en todas las páginas (¡casi!) de los escritos de Francisco. No acabaríamos de citarlas... Pero tan destacable como su frecuencia e intensidad, es el hecho de que esas acciones de gracias se dirigen siempre en plural al Padre. Francisco no da gracias él solo, al menos nunca lo hace aislado, sino «con todos los coros de los bienaventurados..., con todos los santos que fueron, y serán, y son», y también con «cuantos quieren servir al Señor Dios en el seno de la santa Iglesia católica», y, por último, con «toda criatura, del cielo, de la tierra, del mar y de los abismos» (1 R 23,6-7; 2CtaF 61). Y como todo eso no alcanza verdaderamente toda su amplitud y su profundidad más que en la Eucaristía del Hijo, Francisco se eclipsa detrás de ésta: «Y porque todos nosotros, míseros y pecadores, no somos dignos de nombrarte, imploramos suplicantes que nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo amado, en quien has hallado complacencia, que te basta siempre para todo y por quien tantas cosas nos has hecho, te dé gracias de todo junto con el Espíritu Santo Paráclito como a ti y a Él mismo le agrada. ¡Aleluya!» (1 R 23,5).
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