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DÍA 20 DE MAYO
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* * * San Anastasio. Obispo de Brescia en Lombardía (Italia), elegido, al parecer, por el tiempo de la muerte de san Gregorio Magno (año 604) o poco después. Santa Áurea. Fue martirizada en Ostia Tiberina (Lazio, Italia), como lo prueba un templo dedicado a su memoria, en una fecha desconocida de la antigüedad cristiana. San Austregisilo. Nació en Bourges (Aquitania, Francia) hacia el año 560. Ordenado de sacerdote, tuvo a su cargo la abadía de Saint-Nizier de Lyon. El año 614 lo eligieron obispo de su ciudad natal. Fue un pastor celoso y santo, que se mostró como ministro de caridad, sobre todo con los pobres, los huérfanos, los enfermos y los condenados a muerte. Murió el año 624. San Baudilio. Sufrió el martirio en Nimes (Francia), en una fecha desconocida de la antigüedad cristiana. San Hilario. Fue obispo de Toulouse (Francia). Construyó una pequeña basílica de madera sobre el sepulcro de san Saturnino, su predecesor. Murió hacia el año 400. Santa Lidia de Tiatira. A ella se refiere el libro de los Hechos de los Apóstoles. El Apóstol san Pablo la encontró en Filipos de Macedonia (en la actual Grecia): «El sábado salimos fuera de la puerta, a la orilla de un río... Nos sentamos y empezamos a hablar a las mujeres que habían concurrido. Una de ellas, llamada Lidia, vendedora de púrpura, natural de la ciudad de Tiatira, y que adoraba a Dios, nos escuchaba. El Señor le abrió el corazón para que se adhiriese a las palabras de Pablo. Cuando ella y los de su casa recibieron el bautismo, suplicó: Si juzgáis que soy fiel al Señor, venid y quedaos en mi casa. Y nos obligó a ir» (Hch 16,13-15). San Lucifer de Cagliari. Fue obispo de Cagliari en la isla de Cerdeña (Italia). Se destacó por su defensa rígida de la fe proclamada en el Concilio de Nicea y su lucha contra los arrianos, que negaban la divinidad de Jesucristo. El emperador Constancio lo desterró a Oriente. Años después pudo regresar a su diócesis, en la que murió el año 370. San Protasio Chong Kuk-bo. Coreano, seglar, cristiano, que nació el año 1799. Era de buen carácter y de nobles sentimientos. A los treinta años conoció el cristianismo y años después se bautizó. Contrajo matrimonio con una mujer cristiana. En 1839 se desató la persecución contra los cristianos. Fue arrestado y afrontó con firmeza las torturas; pero cuando finalmente el juez le prometió la libertad si apostataba, abandonó la fe. Pronto se arrepintió, se confesó y se reconcilió con la Iglesia. Con empeño y superando obstáculos, consiguió hablar de nuevo con el juez para manifestarle su vuelta a la fe. Lo encarcelaron y lo torturaron, pero esta vez confesó a Cristo hasta la muerte, en Seúl el año 1839. San Talaleo. Era médico y vivió en Fenicia. Fue martirizado, con sus compañeros Alejandro y Asterio, por Teodoro, gobernador romano de Egea en Cilicia (en la actual Turquía), hacia el año 284. San Teodoro. Nació en Pavía (Lombardía, Italia), ciudad de la que fue nombrado obispo el año 740. Los primeros años de su episcopado se vieron turbados por la guerra entre francos y lombardos, que culminó con el asedio de Pavía el año 754. Fue desterrado, pero volvió tras la victoria definitiva de Carlomagno. Murió en una fecha incierta de la segunda mitad del siglo VIII. Beata Columba de Rieti. Nació en Rieti (Italia) el año 1467. Desde pequeña mostró una fuerte inclinación a la penitencia y oración. Rehusó el matrimonio que le habían preparado los suyos y, años más tarde, vistió el hábito de la Tercera Orden de Santo Domingo. Emprendió viaje a Siena, patria de su modelo de vida santa Catalina, pero las circunstancias la detuvieron en Perusa, donde fundó un monasterio para la educación de las niñas nobles. También proyectó su apostolado hacia los pobres, enfermos, moribundos, condenados a muerte. A partir de 1488 trabajó en la pacificación de la ciudad, dividida en facciones. Murió en 1501. Beato Guido de la Gherardesca. Según algunas fuentes fue monje camaldulense. Nació en Pisa el año 1060. Su vida estuvo centrada en la oración y meditación, en el ayuno y la penitencia. A la edad de cuarenta años dejó Pisa y se marchó a vivir en soledad, como ermitaño, cerca de Castagneto Donoratico, donde construyó una capilla dedicada a Santa María. Murió el año 1140.
PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN Pensamiento bíblico: De la Carta a los Filipenses: «Cristo se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2,6-11). Pensamiento franciscano: Celano refiere de san Francisco: «Bien lo saben cuantos hermanos convivieron con él: qué a diario, qué de continuo traía en sus labios la conversación sobre Jesús; qué dulce y suave era su diálogo; qué coloquio más tierno y amoroso mantenía. De la abundancia del corazón hablaba su boca, y la fuente de amor iluminado que llenaba todas sus entrañas, bullendo saltaba fuera. ¡Qué intimidades las suyas con Jesús! Jesús en el corazón, Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos, Jesús presente siempre en todos sus miembros» (1 Cel 115). Orar con la Iglesia: Oremos confiados siempre en la palabra de Jesús: «Todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo». -Por la Iglesia, para que viva y sienta la palabra del Señor: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». -Por los que tienen autoridad en la vida pública, para que al menos respeten y hagan respetar el nombre de Jesús. -Por los cristianos, sus familias y sus grupos, para que acojan con amor a los débiles y desamparados, recordando la palabra de Cristo: «El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe». -Por todos los creyentes, para que de palabra y de obra demos testimonio convincente de Cristo muerto y resucitado. Oración: Señor Jesús, hijo de María Virgen, escucha las plegarias que te dirigimos confiados en la intercesión de la madre que tú mismo nos diste. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén * * * SAN BERNARDINO DE
SIENA En Bernardino tenemos delante un modelo acabado de hombre, de religioso, de apóstol, a quien también nuestro tiempo puede mirar para sacar orientación para las oportunas soluciones a tantos problemas que lo agobian. 2. Ante todo el hombre. De mente abierta a la fascinación de la verdad y del bien, vivamente sensible a las sugestiones de la belleza, Bernardino dio prueba de una singular riqueza de cualidades humanas, fundidas entre sí en un equilibrio tan perfecto, que suscitaba la admiración concorde de los contemporáneos. Esta armoniosa personalidad, por lo demás, no fue sólo el fruto de un venturoso concurso de circunstancias casuales. Había en la base un compromiso ascético, al que sostenía una clara visión antropológica. El hombre es imagen de Dios, proclama Bernardino, guiado por la Biblia. Como tal, debe conformarse a Dios en todas sus acciones, pero sobre todo en las intenciones profundas de su corazón. «Dios ha creado todas las criaturas para el hombre, y al hombre para sí», repite nuestro Santo con Agustín. Sin embargo, aun siendo el más noble de los animales, es también el más ingrato: «¡Grande es la ingratitud y la ignorancia ciega de los hombres! Los demás animales se domestican con los beneficios: sólo los corazones de los hombres se endurecen y se ciegan con los beneficios de Dios». Por esto el hombre es una criatura que necesita disciplina más que las otras: «Los hombres son incomparablemente más nobles y más valiosos que los demás animales, pero también están más inclinados al mal y son más nocivos por las malas costumbres y perturban mucho más la paz civil; por tanto deben ser vigilados con mayor disciplina, cuidados y frenados por la justicia». Sin embargo, todo esfuerzo humano resultaría inútil sin la ayuda continua de la gracia de Dios, «porque sin su ayuda no se puede hacer resistencia alguna a la batalla del demonio, del mundo y de la carne». Para fortuna suya, el hombre no está solo en esta lucha: junto a él está Dios, que no se cansa de ofrecerle el apoyo de su mano salvadora: una mano que, si a veces hiere, sin embargo siempre está movida por el amor. Este es, en sustancia, el mensaje que Bernardino propone a sus oyentes, articulando su contenido según las exigencias específicas de las diversas clases. Se dirige a los casados, a los jóvenes, a los adolescentes y a los niños, a los mercaderes, a los estudiantes, a los gobernantes, a los súbditos, a los laicos y al clero. Habla tomando sus pensamientos de la Sagrada Escritura, de los ejemplos de los Santos, de los dichos de los poetas: teólogos y juristas, filósofos y artistas están siempre en sus labios, como testimonio del largo aprendizaje que tuvo para prepararse al ministerio de la predicación. 3. De no menor interés es el testimonio que Bernardino nos ofrece como religioso. A los 22 años, después de una experiencia de compromiso social y caritativo con otros pocos jóvenes de Siena, durante la peste que estaba despoblando la ciudad, pidió ingresar en los Hermanos Menores. Eligió el grupo que estaba ya renovando la Orden, con el retorno a la observancia rígida y austera. Lo mismo que de seglar había estimulado a los amigos a las obras de caridad y de heroica asistencia social, así también como religioso supo infundir en los hermanos el ardor de su celo en seguir las huellas del «Poverello» por el camino del radicalismo evangélico. La fascinación de su personalidad conquistaba a cuantos se le acercaban. Cuanto más clara era la presentación que hacía de las exigencias austeras de la regla, tanto mayor era el fervor con que corrían tras el maestro, con el deseo de emular sus virtudes. De este modo el movimiento de la observancia, que comenzó con los hermanos laicos, se convierte con San Bernardino en una nueva fuerza de espiritualidad y de cultura. 5. Bernardino de Siena permanece en la historia de la predicación, de la teología y de la ascética sobre todo como apóstol del Nombre de Jesús. Profundamente afectado por la advertencia de Cristo: «Lo que pidiereis en mi nombre, eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo» (Jn 14,13), no se cansa de hacerse eco de ella: pedir al Padre en el nombre del Hijo es reconocer el designio de Dios, que ha querido servirse del Verbo encarnado para salvarnos. Nosotros podemos y debemos santificarnos por medio de la invocación del Hijo, cuya mediación nos abre el camino de acceso al Padre. El nombre de Cristo, pues, significa misericordia para los pecadores, fuerza para vencer en la lucha, salud para los enfermos, alegría y exultación para quien lo invoca con devoción en las diversas circunstancias de la vida, gloria y honor para cuantos creen en Él, conversión de la tibieza al fervor de la caridad, certidumbre de ser escuchado quien lo invoca, dulzura para quien lo medita devotamente, suavidad inebriante para quien penetra su misterio en la contemplación, fecundidad de méritos para quien todavía es peregrino, glorificación y bienaventuranza para quien ya ha llegado a la meta. 6. Tema fundamental de la predicación de nuestro Santo fue también la devoción a la Virgen María, considerada sobre todo como Madre de Dios y Mediadora de perdón y de gracia. San Bernardino medita y saborea las páginas del Evangelio que hablan de la Virgen, conmemora sus fiestas, comenta sus títulos, ilustra sus misterios, comenzando por el de su Inmaculada Concepción, hasta el de su gloriosa Asunción al cielo. Los ejemplos de la vida de la Virgen le ofrecen el punto de partida para nuevas aplicaciones morales, que propone a las varias clases de personas, pero en particular a los jóvenes y a las muchachas, con tal fervor de sentimientos y con tal vivacidad de palabras y de imágenes, que suscita la adhesión entusiasta del auditorio. A todos pide con insistencia que recurran confiadamente a la materna intercesión de María, cuya palabra puede tanto sobre el corazón de Dios: «Pidámosle, pues, a Ella que ruegue a su dulce Hijo Jesús para que, por sus méritos, nos dé la gracia en este mundo, para que después en el otro nos dé la gloria infinita». * * * EL NOMBRE DE JESÚS,
LUZ DE LOS PREDICADORES El nombre de Jesús es la luz de los predicadores, pues es su resplandor el que hace anunciar y oír su palabra. ¿Por qué crees que se extendió tan rápidamente y con tanta fuerza la fe por el mundo entero, sino por la predicación del nombre de Jesús? ¿No ha sido por esta luz y por el gusto de este nombre como nos llamó Dios a su luz maravillosa? Iluminados todos y viendo ya la luz en esta luz, puede decirnos el Apóstol: En otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor; caminad como hijos de la luz. Es preciso predicar este nombre para que resplandezca y no quede oculto. Pero no debe ser predicado con el corazón impuro o la boca manchada, sino que hay que guardarlo y exponerlo en un vaso elegido. Por esto dice el Señor, refiriéndose al Apóstol: Ese hombre es un vaso elegido por mí para dar a conocer mi nombre a pueblos, reyes, y a los israelitas. Un vaso -dice- elegido por mí, como aquellos vasos elegidos en que se expone a la venta una bebida de agradable sabor, para que el brillo y esplendor del recipiente invite a beber de ella; para dar a conocer -dice- mi nombre. Pues igual que con el fuego se limpian los campos, se consumen los hierbajos, las zarzas y las espinas inútiles, e igual también que cuando sale el sol se disipan las tinieblas, huyen los ladrones, los atracadores y los que andan errantes por la noche, así también, cuando hablaba Pablo a la gente, era como el fragor de un trueno, o como un incendio crepitante, o como el sol que de pronto brilla con más claridad; y, terminada la incredulidad, lucía la verdad y desaparecía el error, como la cera que se derrite en el fuego. Pablo hablaba del nombre de Jesús en sus cartas, en sus milagros y ejemplos. Alababa y bendecía el nombre de Jesús. El Apóstol llevaba este nombre, como una luz, a pueblos, reyes y a los israelitas, y con él iluminaba las naciones, proclamando por doquier aquellas palabras: La noche está avanzada, el día se echa encima: dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz. Conduzcámonos como en pleno día, con dignidad. Mostraba a todos la lámpara que arde y que ilumina sobre el candelero, anunciando en todo lugar a Jesús, y éste crucificado. Por eso la Iglesia, esposa de Cristo, basándose en el testimonio de Pablo, salta de júbilo con el Profeta, diciendo: Dios mío, me instruiste desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas, es decir, siempre. El Profeta exhorta igualmente en este sentido: Cantad al Señor, bendecid su nombre, proclamad día tras día su salvación, es decir, Jesús, el Salvador que él ha enviado. * * * LA DEVOCIÓN A
MARÍA María, madre de nuestro Señor Jesucristo Escuchando la voz del ángel y obedeciendo la propuesta de Dios, María se convierte en madre de Jesús. Como las palabras «hija» y «esclava», así también «madre» permanece en el Saludo a la bienaventurada Virgen María sin añadiduras ornamentales o calificativas como «querida» o «santa». La calificación de madre lo dice todo: madre de Dios, madre de nuestro santísimo Señor. El Hijo supera a la madre, en cuanto viene llamado «santísimo» y «Señor nuestro». No es solamente el Señor de María, sino también el de todos nosotros. Ya en el mismo momento de la concepción, en el que María se convierte en madre, el niño pertenece a todos y es el Señor. La maternidad divina es para Francisco el primero y el motivo más importante para venerar a la Virgen María, como resulta de su invitación dirigida a los hermanos de todos los tiempos, «los primeros y los últimos»: «Oídme, hermanos míos: Si la bienaventurada Virgen es de tal suerte honrada, como es digno, porque lo llevó en su santísimo seno (...), ¡cuán santo, justo y digno debe ser quien toca con sus manos, toma en su corazón y en su boca y da a los demás para que lo tomen, al que ya no ha de morir, sino que ha de vivir eternamente y ha sido glorificado, a quien los ángeles desean contemplar!» (CtaO 21-22). Como en las dos oraciones que hemos recordado antes, el Saludo y la Antífona, también aquí la devoción a la Virgen se inserta en el más alto respeto hacia el Señor de la majestad, el Señor glorioso y vencedor, que se humilla en la Eucaristía, dándose a sus criaturas humanas. El punto central de la profesión de fe de parte de Francisco es la encarnación del Verbo en el seno de la Virgen María. A este respecto, usa términos que subrayan la realidad física de la encarnación, así por ejemplo en la segunda redacción de la Carta a todos los fieles: «El altísimo Padre anunció desde el cielo, por medio de su santo ángel Gabriel, esta Palabra del Padre, tan digna, tan santa y gloriosa, en el seno de la santa y gloriosa Virgen María, de cuyo seno recibió la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad» (2CtaF 4). Ya K. Esser veía en tales afirmaciones una reacción positiva a la herejía cátara, muy difundida en aquella época; una herejía que repetía el error de los docetas y, basándose en un principio dualístico, negaba la encarnación del Verbo, y, en consecuencia, reducía a nada la participación de la Virgen en la obra de la redención. Para manifestar su oposición a la herejía cátara, Francisco no arremete contra los adversarios -de hecho, no nombra nunca ni a los cátaros ni a otros herejes, ni siquiera discute sus teorías-, sino que sobre el rastro de Rom 12,21 («no te dejes vencer por el mal; antes bien, vence el mal con el bien») propone como hombre evangélico, mejor, proclama la verdad católica en su famoso «Credo» hacia el final de la Regla no bulada: «Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor rey del cielo y de la tierra, por ti mismo te damos gracias, porque, por tu santa voluntad y por tu único Hijo con el Espíritu Santo, creaste todas las cosas espirituales y corporales, y a nosotros, hechos a tu imagen y semejanza, nos pusiste en el paraíso. Y nosotros caímos por nuestra culpa. »Y te damos gracias porque, así como por tu Hijo nos creaste, así, por tu santo amor con el que nos amaste, hiciste que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen la beatísima santa María, y quisiste que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz y sangre y muerte» (1 R 1-3). El elogio de la majestad divina se funde aquí con el elogio de la humildad de Dios, que, por su amor hacia nosotros, se hace verdadero hombre, asumiendo nuestra carne en la Virgen María. Ésta es la criatura predilecta y predispuesta que acoge el plan de salvación del Padre y colabora con él. [Cf. el texto completo en Selecciones de Franciscanismo n. 107 (2007) 225-250]
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