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|   DÍA 10 DE ABRIL 
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 * * * San Apolonio. Fue un sacerdote que sufrió el martirio en Alejandría de Egipto, en fecha desconocida de la antigüedad cristiana. San Beda el Joven. Estuvo 45 años al servicio de los reyes Carlomagno y Carlos el Calvo. Después eligió servir el resto de su vida al Señor en el monasterio de Gavelo, en territorio de Venecia (Italia). Murió el año 883. Sal Fulberto. Oriundo de Italia, estudió en Reims y cuando uno de sus profesores fue elegido papa, Silvestre II, se lo llevó a Roma. Después consiguió una canonjía en Chartres (Francia) y por las cualidades que mostró lo eligieron obispo en 1007. Acudían a pedirle consejo altas dignidades, pero él se centró en su misión pastoral. Predicaba con frecuencia y se ocupaba de la instrucción religiosa del pueblo, corregía los vicios del clero y despertaba su celo pastoral, atendía con gran dedicación a los pobres y humildes. Dejó escritos himnos, poemas y sermones. Promovió la devoción a la Virgen María, Reina de la Misericordia. Murió en 1029. San Macario. Fue peregrino muchos años, hasta que lo acogieron los monjes benedictinos de San Bavón, en Gante (Bélgica). Al año siguiente, que era el 1012, falleció consumido por la peste. San Miguel de los Santos. Nació en Vich (Barcelona) el año 1591. En 1607 hizo la profesión religiosa en los Trinitarios de Barcelona, pero conocida la reforma de la Orden de la Santísima Trinidad llevada a cabo por el beato Juan Bautista de la Concepción y aprobada por Clemente VIII, de nuevo hizo el noviciado y la profesión en los Trinitarios Descalzos. Estudió en Baeza y Salamanca y se ordenó de sacerdote en 1615. Era un religioso de intensa vida contemplativa, al que Dios adorno con éxtasis y otros dones místicos extraordinarios. Se entregó a las obras de caridad y a la predicación de la palabra de Dios. Murió en Valladolid el año 1625. San Paladio. Fue primero monje y abad del monasterio de San Germán de Auxerre (Francia). Elegido más tarde obispo de la misma ciudad, participó en varios concilios y puso empeño en la renovación de la disciplina eclesiástica. Murió el año 658. Santos Terencio y compañeros mártires. Terencio, Africano, Máximo, Pompeyo, Alejandro, Teodoro y cuarenta compañeros fueron martirizados a causa de su fe en el norte de África hacia el año 250, en tiempo del emperador Decio. Beato Antonio Neyrot. Nació en Rivoli, cerca de Turín (Italia), el año 1423. En su juventud ingresó en la Orden de Predicadores y recibió la ordenación sacerdotal. Lo destinaron a Sicilia. El año 1458, cuando regresaba por mar a Nápoles, fue capturado por unos piratas musulmanes que lo llevaron como esclavo a Túnez. Bajo las presiones que recibió, abjuró de la fe cristiana, abrazó la musulmana y contrajo matrimonio. Meses después, arrepentido, volvió a vestir el hábito dominico y se presentó al gobernador para decirle que volvía a la fe cristiana, la única verdadera. Era el Jueves Santo de 1460, y fue apedreado hasta la muerte. 
 PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN Pensamiento bíblico: De la Carta a los Romanos: «Hermanos, somos deudores, pero no de la carne para vivir según la carne. Pues si vivís según la carne, moriréis; pero si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis. Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abba, Padre!» (Rm 8,12-15). Pensamiento franciscano: Dice san Francisco en su Saludo a las virtudes: «La santa obediencia confunde a todas las voluntades corporales y carnales, y tiene mortificado su cuerpo para obedecer al Espíritu y para obedecer a su hermano» (SalVir 14-15). Orar con la Iglesia: Adoremos a nuestro Redentor, que por nosotros y por todos los hombres quiso morir y ser sepultado para resucitar de entre los muertos. -Señor y Maestro nuestro, que por nosotros te sometiste a la muerte, enséñanos a someternos siempre, como Tú, a la voluntad del Padre. -Tú que quisiste morir en la cruz para destruir la muerte y todo su poder, haz que contigo muramos al pecado y resucitemos a una vida nueva. -Rey nuestro, que como un gusano fuiste el desprecio del pueblo y la vergüenza de la gente, haz que tu Iglesia no se acobarde ante la humillación. -Salvador de todos los hombres, que diste tu vida por los hermanos, enséñanos a amarnos mutuamente con un amor semejante al tuyo. Oración: Padre nuestro, mira con bondad a tu familia, por la cual tu Hijo aceptó el tormento de la cruz, entregándose a sus propios enemigos. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo, nuestro Señor. Amén. * * * «AHÍ TIENES A
TU MADRE» 1. Jesús, después de haber confiado el discípulo Juan a María con las palabras: «Mujer, ahí tienes a tu hijo», desde lo alto de la cruz se dirige al discípulo amado, diciéndole: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27). Con esta expresión, revela a María la cumbre de su maternidad: en cuanto madre del Salvador, también es la madre de los redimidos, de todos los miembros del Cuerpo místico de su Hijo. La Virgen acoge en silencio la elevación a este grado máximo de su maternidad de gracia, habiendo dado ya una respuesta de fe con su «sí» en la Anunciación. Jesús no sólo recomienda a Juan que cuide con particular amor de María; también se la confía, para que la reconozca como su propia madre. Durante la última cena, «el discípulo a quien Jesús amaba» escuchó el mandamiento del Maestro: «Que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12) y, recostando su cabeza en el pecho del Señor, recibió de él un signo singular de amor. Esas experiencias lo prepararon para percibir mejor en las palabras de Jesús la invitación a acoger a la mujer que le fue dada como madre y a amarla como él con afecto filial. Ojalá que todos descubran en las palabras de Jesús: «Ahí tienes a tu madre», la invitación a aceptar a María como madre, respondiendo como verdaderos hijos a su amor materno. 2. A la luz de esta consigna al discípulo amado, se puede comprender el sentido auténtico del culto mariano en la comunidad eclesial, pues ese culto sitúa a los cristianos en la relación filial de Jesús con su Madre, permitiéndoles crecer en la intimidad con ambos. El culto que la Iglesia rinde a la Virgen no es sólo fruto de una iniciativa espontánea de los creyentes ante el valor excepcional de su persona y la importancia de su papel en la obra de la salvación; se funda en la voluntad de Cristo. Las palabras: «Ahí tienes a tu madre» expresan la intención de Jesús de suscitar en sus discípulos una actitud de amor y confianza en María, impulsándolos a reconocer en ella a su madre, la madre de todo creyente. En la escuela de la Virgen, los discípulos aprenden, como Juan, a conocer profundamente al Señor y a entablar una íntima y perseverante relación de amor con él. Descubren, además, la alegría de confiar en el amor materno de María, viviendo como hijos afectuosos y dóciles. La historia de la piedad cristiana enseña que María es el camino que lleva a Cristo y que la devoción filial dirigida a ella no quita nada a la intimidad con Jesús; por el contrario, la acrecienta y la lleva a altísimos niveles de perfección. Los innumerables santuarios marianos esparcidos por el mundo testimonian las maravillas que realiza la gracia por intercesión de María, Madre del Señor y Madre nuestra. Al recurrir a ella, atraídos por su ternura, también los hombres y las mujeres de nuestro tiempo encuentran a Jesús, Salvador y Señor de su vida. Sobre todo los pobres, probados en lo más íntimo, en los afectos y en los bienes, encontrando refugio y paz en la Madre de Dios, descubren que la verdadera riqueza consiste para todos en la gracia de la conversión y del seguimiento de Cristo. 3. El texto evangélico, siguiendo el original griego, prosigue: «Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio» (Jn 19,27), subrayando así la adhesión pronta y generosa de Juan a las palabras de Jesús, e informándonos sobre la actitud que mantuvo durante toda su vida como fiel custodio e hijo dócil de la Virgen. La hora de la acogida es la del cumplimiento de la obra de salvación. Precisamente en ese contexto, comienza la maternidad espiritual de María y la primera manifestación del nuevo vínculo entre ella y los discípulos del Señor. Juan acogió a María «como algo propio». Esta expresión, más bien genérica, pone de manifiesto su iniciativa, llena de respeto y amor, no sólo de acoger a María en su casa, sino sobre todo de vivir la vida espiritual en comunión con ella. En efecto, la expresión griega, traducida al pie de la letra «entre sus bienes» o «como algo propio», no se refiere a los bienes materiales, dado que Juan -como observa san Agustín- «no poseía nada propio», sino a los bienes espirituales o dones recibidos de Cristo: la gracia, la Palabra, el Espíritu, la Eucaristía... Entre estos dones, que recibió por el hecho de ser amado por Jesús, el discípulo acoge a María como madre, entablando con ella una profunda comunión de vida. Ojalá que todo cristiano, a ejemplo del discípulo amado, «reciba a María en su casa» y le deje espacio en su vida diaria, reconociendo su misión providencial en el camino de la salvación. * * * EL VALOR DE LA SANGRE DE
CRISTO ¿Quieres saber el valor de la sangre de Cristo? Remontémonos a las figuras que la profetizaron y recorramos las antiguas Escrituras. Inmolad -dice Moisés- un cordero de un año; tomad su sangre y rociad las dos jambas y el dintel de la casa. «¿Qué dices Moisés? La sangre de un cordero irracional, ¿puede salvar a los hombre dotados de razón?» «Sin duda -responde Moisés-: no porque se trate de sangre, sino porque en esta sangre se contiene una profecía de la sangre del Señor». Si hoy, pues, el enemigo, en lugar de ver las puertas rociadas con sangre simbólica, ve brillar en los labios de los fieles, puertas de los templos de Cristo, la sangre del verdadero Cordero, huirá todavía más lejos. ¿Deseas descubrir aún por otro medio el valor de esta sangre? Mira de dónde brotó y cuál sea su fuente. Empezó a brotar de la misma cruz y su fuente fue el costado del Señor. Pues muerto ya el Señor, dice el Evangelio, uno de los soldados se acercó con la lanza y le traspasó el costado, y al punto salió agua y sangre: agua, como símbolo del bautismo; sangre, como figura de la eucaristía. El soldado le traspasó el costado, abrió una brecha en el muro del templo santo, y yo encuentro el tesoro escondido y me alegro con la riqueza hallada. Esto fue lo que ocurrió con el cordero: los judíos sacrificaron el cordero, y yo recibo el fruto del sacrificio. Del costado salió sangre y agua. No quiero, amado oyente, que pases con indiferencia ante tan gran misterio, pues me falta explicarte aún otra interpretación mística. He dicho que esta agua y esta sangre eran símbolos del bautismo y de la eucaristía. Pues bien, con estos dos sacramentos se edifica la Iglesia: con el agua de la regeneración y con la renovación del Espíritu Santo, es decir, con el bautismo y la eucaristía, que han brotado ambos del costado. Del costado de Jesús se formó, pues, la Iglesia, como del costado de Adán fue formada Eva. Por esta misma razón, afirma San Pablo: Somos miembros de su cuerpo, formados de sus huesos, aludiendo con ello al costado de Cristo. Pues del mismo modo que Dios hizo a la mujer del costado de Adán, de igual manera Jesucristo nos dio el agua y la sangre salida de su costado, para edificar la Iglesia. Y de la misma manera que entonces Dios tomó la costilla de Adán, mientras éste dormía, así también nos dio el agua y la sangre después que Cristo hubo muerto. Mirad de qué manera Cristo se ha unido a su esposa, considerad con qué alimento la nutre. Con un mismo alimento hemos nacido y nos alimentamos. De la misma manera que la mujer se siente impulsada por su misma naturaleza a alimentar con su propia sangre y con su leche a aquel a quien ha dado a luz, así también Cristo alimenta siempre con su sangre a aquellos a quienes Él mismo ha hecho renacer. * * * «SEÑOR,
¿QUÉ QUIERES QUE HAGA?» (II) Una de las primeras cosas que yo tengo que comprender y aceptar es que yo soy aquel ser humano que soy, que me ha sido dado, y que, tal cual, me asumo, y que nunca seré el personaje que sueño y proyecto ser en un mundo imaginario. Dios se me manifestará y me mostrará su voluntad a través de las posibilidades y los límites de mi cuerpo y de mi espíritu, tal cual Él me los ha dado. Por consiguiente, la primera etapa de toda conversión es «convertirse» a uno mismo. Celano, primer biógrafo de Francisco, dice que el Santo llamaba a esta especie de intuición o discernimiento «sal de la sabiduría o de la discreción». He aquí un testimonio de las fuentes: «Que cada uno sepa medir sus fuerzas en su entrega a Dios»; «Hermanos míos, entendedlo bien: cada uno ha de tener en cuenta su propia constitución física» (cf. 2 Cel 22; LM 5,7; LP 50). Aunque hemos de reconocer que la experiencia en el cuidado de los hermanos, más que el propio temperamento impetuoso y extremista de Francisco, fue lo que le hizo ejercitar el «discernimiento». Quizá pueda afirmarse que Francisco tuvo más discernimiento para con sus hermanos que para consigo mismo. Uno de los «lugares privilegiados» de la revelación es la conciencia del hombre, donde las llamadas e interpelaciones de Dios son más o menos percibidas. Para Francisco, el «artífice principal» de esta iniciativa divina fue el Espíritu Santo. Francisco inculcó siempre una gran apertura, una máxima disponibilidad al Espíritu del Señor: «... al Espíritu del Señor... a las visitas del Espíritu», porque lo había experimentado personalmente de manera positiva, decisiva. Obedecer es principalmente «escuchar», según el sentido bíblico de la palabra tanto en hebreo como en latín. Puesto que el Espíritu es la fuente de todo discernimiento, sólo Él puede permitirnos ver y creer en los signos y por medio de los signos humanos. Y toda intuición en este caso es un verdadero nacimiento. Todos los biógrafos de Francisco subrayan esta actitud interior de escucha como lugar privilegiado de discernimiento de la voluntad de Dios. Francisco «fue impulsado por el Espíritu» a los leprosos, a la soledad, a San Damián... Y jamás se tratará de una actitud de devoción, «una fórmula piadosa», sino que indicará una realidad tan profunda que llegará hasta inducirlo a proclamar que «el Espíritu Santo es el Ministro General de la Fraternidad», es decir, la instancia suprema de toda forma de mediación humana. Francisco nunca desatiende las mediaciones, las acepta todas, pero, al mismo tiempo, defiende con fervor cuanto creía haber recibido del Señor como «inspiración del Espíritu». Afirma: «Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14). También la Regla, tanto la primera como la segunda, muestra cuán profundamente respetaba él la «inspiración». Más aún, podría decirse que es su nota dominante. A menudo encontramos expresiones como éstas: «Si alguno, por divina inspiración...», «como el Señor o el Espíritu les inspire», u otras semejantes. Poder obrar espiritualmente, «como hombre de espíritu», en lugar de vivir «según la carne», es la oposición que Francisco encuentra entre lo carnal y lo espiritual. [Cf. el texto completo en Selecciones de Franciscanismo n. 34 (1983) 3-8] 
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