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DÍA 18 DE FEBRERO
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* * * San Eladio de Toledo. Fue un notable de la corte visigoda de Toledo, en la que ocupó altos cargos administrativos, a la vez que llevaba una vida de piedad y austeridad. Luego resolvió dejar el mundo e ingresó en el monasterio de Agali, que había frecuentado hasta entonces. Lo eligieron abad del mismo, y lo rigió santamente. El año 612 fue nombrado obispo de Toledo. Destacó por su discreción en todos los asuntos, y por su amor y liberalidad para con los pobres. Ordenó de diácono a san Ildefonso. Murió el año 633. Santos Juan Pedro Neel y compañeros mártires de China. Juan Pedro era sacerdote francés, de la Sociedad de las Misiones Extranjeras de París, que recibió la ordenación sacerdotal en 1859 y al año siguiente comenzó su apostolado en China. Estuvo al frente de varias comunidades cristianas. El 18 de febrero de 1862, en Guizhou (China), acusado de predicar la fe, fue atado a la cola de un caballo que lanzado al galope lo arrastró por las calles; además, sufrió toda clase de ultrajes y torturas, y finalmente fue decapitado. Idéntico suplicio sufrieron con él los santos mártires Martín Vu Xuesheng, catequista, Juan Zhang Tianshen, neófito, y Juan Chen Xianheng. Santos Sadoth y 128 compañeros mártires de Persia. Siendo diácono en Seleucia, Sadoth representó a su obispo en el Concilio de Nicea (325), donde se adhirió, en nombre de su Iglesia, a la fe católica, contra el arrianismo. El año 341 sucedió a su obispo, martirizado. Poco después, el rey Sapor II de Persia mandó arrestar al obispo y a 128 cristianos, entre los que había sacerdotes, diáconos, clérigos y vírgenes consagradas. Los tuvieron largo tiempo encerrados en cárceles tenebrosas, donde los torturaron bárbaramente, alternado con grandes promesas si adoraban al sol. Ante su firmeza en la fe, los ejecutaron en Beit Lapat (Persia) el año 342. San Tarasio. Patriarca de Constantinopla. Era de familia patricia y fue jefe de la cancillería imperial; colaboró con la emperatriz Irene en la restauración de la vida católica. Como patriarca defendió con firmeza los valores cristianos y el matrimonio, fundó instituciones benéficas, abrió o restauró monasterios. Insigne por su piedad y doctrina, su recuerdo va ligado a la lucha contra los iconoclastas. En efecto, promovió y presidió el Concilio II de Nicea (787) en el que se restableció la ortodoxia en el culto y veneración de las imágenes sagradas. Murió el año 806. San Teotonio. Nació en Tuy (España), pero se educó en Coimbra (Portugal), al amparo de su tío, que era el obispo. Ordenado de sacerdote, se dedicó sobre todo a la predicación y a las confesiones. Peregrinó dos veces a Tierra Santa. Cuando se construyó el monasterio de Santa Cruz, cerca de Coimbra, de los Canónigos Regulares de San Agustín, ingresó en él y pronto lo eligieron prior del mismo; lo gobernó con celo y prudencia más de veinte años y luego renunció a su oficio. Murió en 1166. Beato Guillermo Harrington. Nació en el condado de York (Inglaterra), de familia noble, el año 1566. En su juventud se convirtió al catolicismo. Para seguir la vocación sacerdotal marchó a Francia y fue ordenado en Reims en 1592. Volvió a Inglaterra y apenas pudo ejercer su ministerio porque pronto fue detenido. Pasó dos años en la cárcel y, acusado de haberse ordenado de sacerdote y como tal haber entrado en Inglaterra, fue ahorcado y descuartizado en la plaza Tyburn de Londres el año 1594. Beato Jorge Kaszyra. Nació en la región de Vilna (Lituania) el año 1904, de padres ortodoxos, y a los 18 años se hizo católico. Ingresó en la Congregación de Clérigos Marianos y recibió la ordenación sacerdotal. Tuvo que sufrir mucho en las sucesivas invasiones de los soviéticos y de los nazis. Fue arrestado y asesinado por las tropas alemanas en Rosica (Polonia) el año 1943. Beato Juan Pibush. Sacerdote inglés, que estudió y se ordenó en Reims (Francia). Vuelto a su patria, ejerció el ministerio en la región de Gloucester. Detenido por ser sacerdote y llevado a una cárcel de Londres, consiguió escapar, pero lo detuvieron de nuevo. Permaneció largos años en prisión, maltratado por carceleros y compañeros hasta que su bondad y su paciencia le granjearon su estima e incluso le permitieron celebrar la misa. Con motivo de su traslado a otra cárcel, el juez descubrió que era un condenado a muerte olvidado. Inmediatamente lo ahorcaron en Southwark (Londres). Era el año 1601. PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN Pensamiento bíblico: Dice el Señor: -Convertíos a mí de todo corazón: con ayuno, con llanto, con luto. Rasgad los corazones, no las vestiduras: convertíos al Señor Dios vuestro; porque es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad, y se arrepiente de las amenazas (Joel 2,12-13). Pensamiento franciscano: Exhortación de san Francisco: -Que nada impida, que nada separe, que nada se interponga. En todas partes, en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, diariamente y de continuo, todos nosotros creamos verdadera y humildemente, y tengamos en el corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y ensalcemos sobremanera, magnifiquemos y demos gracias al altísimo y sumo Dios eterno, Trinidad y Unidad, creador de todas las cosas y salvador de todos los que creen y esperan en él y lo aman (1 R 23,10-11). Orar con la Iglesia: Oremos confiados a Dios, nuestro Padre, que nos escucha y ayuda. -Por la Iglesia: para que escuche la palabra de Dios y persevere en oración. -Por los que sufren hambre y otras carencias: para que nuestra austeridad y ayuno les procure lo necesario. -Por los que viven sin fe: para que abran su corazón a la acción del Espíritu Santo. -Por todos los creyentes: para que tomemos en serio la oración, la limosna y el ayuno, comprendiendo su sentido evangélico, y no echemos en saco roto la gracia de Dios. Oración: Señor, fortalécenos con tu auxilio para que nos mantengamos en espíritu de conversión, y que la austeridad penitencial nos ayude en el combate cristiano de cada día. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. * * * EL ITINERARIO
CUARESMAL «Tú amas a todas tus criaturas, Señor, y no odias nada de lo que has hecho; cierras los ojos a los pecados de los hombres para que se arrepientan. Y los perdonas, porque tú eres nuestro Dios y Señor» (Antífona de entrada). Son palabras que, de algún modo, abren todo el itinerario cuaresmal, poniendo en su fundamento la omnipotencia del amor de Dios, su señorío absoluto sobre toda criatura, que se traduce en indulgencia infinita, animada por una constante y universal voluntad de vida. En efecto, perdonar a alguien equivale a decirle: no quiero que mueras, sino que vivas; quiero siempre y sólo tu bien. Esta certeza absoluta sostuvo a Jesús durante los cuarenta días que pasó en el desierto de Judea, después del bautismo recibido de Juan en el Jordán. Ese largo tiempo de silencio y de ayuno fue para él un abandonarse completamente en el Padre y en su proyecto de amor; también fue un "bautismo", o sea, una "inmersión" en su voluntad, y en este sentido un anticipo de la pasión y de la cruz. Adentrarse en el desierto y permanecer allí largamente, solo, significaba exponerse voluntariamente a los asaltos del enemigo, el tentador que hizo caer a Adán y por cuya envidia entró en el mundo la muerte; significaba entablar con él la batalla en campo abierto, desafiarle sin otras armas que la confianza ilimitada en el amor omnipotente del Padre. Me basta tu amor, me alimento de tu voluntad: esta convicción habitaba la mente y el corazón de Jesús durante aquella "cuaresma" suya. No fue un acto de orgullo, una empresa titánica, sino una elección de humildad, coherente con la Encarnación y el bautismo en el Jordán, en la misma línea de obediencia al amor misericordioso del Padre, quien «tanto amó al mundo que le dio a su Hijo unigénito» (Jn 3,16). Todo esto el Señor Jesús lo hizo por nosotros. Lo hizo para salvarnos y, al mismo tiempo, para mostrarnos el camino para seguirlo. La salvación, de hecho, es don, es gracia de Dios, pero para tener efecto en mi existencia requiere mi asentimiento, una acogida demostrada con obras, o sea, con la voluntad de vivir como Jesús, de caminar tras él. Seguir a Jesús en el desierto cuaresmal es, por tanto, condición necesaria para participar en su Pascua, en su "éxodo". Adán fue expulsado del Paraíso terrenal, símbolo de la comunión con Dios; ahora, para volver a esta comunión y por consiguiente a la verdadera vida, la vida eterna, hay que atravesar el desierto, la prueba de la fe. No solos, sino con Jesús. Él -como siempre- nos ha precedido y ya ha vencido el combate contra el espíritu del mal. Este es el sentido de la Cuaresma, tiempo litúrgico que cada año nos invita a renovar la opción de seguir a Cristo por el camino de la humildad para participar en su victoria sobre el pecado y sobre la muerte. Desde esta perspectiva se comprende también el signo penitencial de la ceniza, que se impone en la cabeza de cuantos inician con buena voluntad el itinerario cuaresmal. Es esencialmente un gesto de humildad, que significa: reconozco lo que soy, una criatura frágil, hecha de tierra y destinada a la tierra, pero hecha también a imagen de Dios y destinada a él. Polvo, sí, pero amado, plasmado por su amor, animado por su soplo vital, capaz de reconocer su voz y de responderle; libre y, por esto, capaz también de desobedecerle, cediendo a la tentación del orgullo y de la autosuficiencia. He aquí el pecado, enfermedad mortal que pronto entró a contaminar la tierra bendita que es el ser humano. Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma ensancha nuestro horizonte, nos orienta hacia la vida eterna. En esta tierra estamos de peregrinación, «no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro», dice la carta a los Hebreos (Hb 13,14). La Cuaresma permite comprender la relatividad de los bienes de esta tierra y así nos hace capaces para afrontar las renuncias necesarias, nos hace libres para hacer el bien. Abramos la tierra a la luz del cielo, a la presencia de Dios entre nosotros. Amén. * * * CONVERTÍOS Fijemos con atención nuestra mirada en la sangre de Cristo, y reconozcamos cuán preciosa ha sido a los ojos de Dios, su Padre, pues, derramada por nuestra salvación, alcanzó la gracia de la penitencia para todo el mundo. Recorramos todas las generaciones y aprenderemos cómo el Señor, de generación en generación, concedió un tiempo de penitencia a los que deseaban convertirse a él. Noé predicó la penitencia, y los que lo escucharon se salvaron. Jonás anunció a los ninivitas la destrucción de su ciudad, y ellos, arrepentidos de sus pecados, pidieron perdón a Dios y, a fuerza de súplicas, alcanzaron la indulgencia, a pesar de no ser del pueblo elegido. De la penitencia hablaron, inspirados por el Espíritu Santo, los que fueron ministros de la gracia de Dios. Y el mismo Señor de todas las cosas habló también con juramento de la penitencia, diciendo: Vivo yo -dice el Señor- que no me complazco en la muerte del pecador, sino en que se convierta, añadiendo aquella hermosa sentencia: Arrepentíos, casa de Israel, de vuestra iniquidad; di a los hijos de mi pueblo: Aun cuando vuestros pecados alcanzaren de la tierra al cielo y fueren más rojos que la escarlata y más negros que un manto de piel de cabra; si os convirtierais a mí con toda vuestra alma y me dijerais «Padre», yo os escucharé como a un pueblo santo. Queriendo, pues, el Señor que todos los que él ama tengan parte en la penitencia, lo confirmó así con su omnipotente voluntad. Obedezcamos, por tanto, a su magnífico y glorioso designio, e, implorando con súplicas su misericordia y benignidad, recurramos a su misericordia y convirtámonos, dejadas a un lado las vanas obras, las contiendas y la envidia que conduce a la muerte. Seamos, pues, humildes, hermanos, y, deponiendo toda jactancia, ostentación, insensatez y arrebatos de ira, cumplamos lo que está escrito, pues lo dice el Espíritu Santo: No se gloríe el sabio de su sabiduría, no se gloríe el fuerte de su fortaleza, no se gloríe el rico de su riqueza, sino el que se gloría, gloríese en el Señor, para buscarle a él y practicar el derecho y la justicia, especialmente si tenemos presentes las palabras del Señor Jesús, aquellas que dijo enseñando la benignidad y longanimidad; dijo, en efecto: Compadeceos y seréis compadecidos; perdonad para que se os perdone a vosotros. De la manera que vosotros hiciereis, así se hará también con vosotros. Como diereis, así se os dará a vosotros; como juzgareis, así se os juzgará a vosotros; como usareis de benignidad, así la usarán con vosotros; con la medida que midiereis, así se os medirá a vosotros. Que estos mandamientos y estos preceptos nos comuniquen firmeza para poder caminar, con toda humildad, en la obediencia a sus santos consejos. Pues dice la Escritura santa: En ése pondré mis ojos: en el humilde y el abatido, que se estremece ante mis palabras. Como quiera, pues, que hemos participado de tantos, tan grandes y tan ilustres hechos, emprendamos otra vez la carrera hacia la meta de paz que nos fue anunciada desde el principio y fijemos nuestra mirada en el Padre y Creador del universo, acogiéndonos a los magníficos y sobreabundantes dones y beneficios de su paz. * * * LA MEDITACIÓN
FRANCISCANA (IV) «Método» de la oración franciscana (II) Basándonos en lo que conocemos de Francisco se puede afirmar, sin miedo a errar, que su oración contemplativa fue eminentemente afectiva. Sin preocuparse de conclusiones lógicas o de elegancia lingüística, acumulaba una serie interminable de atributos y adjetivos con los cuales alababa, adoraba, daba gracias e invocaba a Dios. No hay duda de que las oraciones del santo contenidas en sus Escritos son, de manera especial, testimonios de su contemplación. Esta es la razón por la cual nos es posible captar los afectos o alusiones dominantes de su diálogo interior con Dios. Las notas dominantes de su oración fueron: adoración reverente, alabanza extasiada y conmovida acción de gracias, mientras que la petición, cuyo objeto eran siempre gracias espirituales, ocupaba un segundo lugar. Creo oportuno citar aquí una de sus oraciones, para hacernos una idea más concreta de lo que estoy diciendo. Al final de la Carta a toda la Orden se lee: «Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, danos a nosotros, miserables, hacer por ti mismo lo que sabemos que tú quieres, y siempre querer lo que te place, para que, interiormente purificados, interiormente iluminados y abrasados por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, y por sola tu gracia llegar a ti, Altísimo, que, en Trinidad perfecta y en simple Unidad, vives y reinas y eres glorificado, Dios omnipotente, por todos los siglos de los siglos. Amén» (CtaO 50-52). El objeto principal de esta petición, dirigida a Dios Padre, es el ideal mismo de la vida menor: seguir lo más generosamente posible las huellas de Cristo, la vida evangélica, vivida hasta sus últimas consecuencias, a la luz iluminadora del Espíritu Santo. De su forma de conversar con Dios se evidencia, además, el carácter eminentemente teologal de su oración. Francisco abre el corazón y el centro de su persona a Dios omnipotente y misericordioso, en un arrojo de fe, de esperanza y de caridad. Conviene destacar también otra característica de la oración de Francisco: su ilimitada humildad, indicada aquí con la invocación «danos a nosotros, miserables». Comparado con la grandeza y santidad infinitas de Dios, no puede menos de considerarse un gusano, una nulidad absoluta. Es su vivencia de la minoridad en la oración. Se podría comparar a Francisco en diálogo con Dios con un experto organista, que consigue expresar con el teclado y los registros lo que vive y siente interiormente. Determinados acordes y motivos se repiten siempre, pero sin cansar a quienes escuchan el concierto. Así, Francisco, verdadero artista del espíritu, maneja, a impulsos de la gracia, una variada gama de actos y afectos en los cuales se revela y se encarna su amor. En la oración del santo, ya desde el comienzo de su conversión, se daba innato el carácter místico-experimental. La dulzura divina lo asombraba de tal modo, que el contacto con Dios se convertía en experiencia pasiva más que fruto de sus esfuerzos. Con el avanzar de sus ascensiones espirituales, esta característica sobresale cada vez más, sin anular por ello su libertad, ni disminuir su empeño personal. Con el tiempo, su oración se simplificó progresivamente hasta reducirse a una visión prolongada y estática de Dios y sus misterios. Esto mismo parece que quiera afirmar el biógrafo cuando escribe que, en el Alverna, con «la continua oración y frecuente contemplación», había conseguido «la divina familiaridad» (1 Cel 91). Sin pretenderlo, Francisco revela también un rasgo suyo biográfico cuando habla en la primera Admonición de un «contemplar con ojos espirituales», al modo de los Apóstoles, los cuales, a través de la humanidad santísima de Cristo, llegaron a la fe en su naturaleza divina. Una vez alcanzada esta situación sublime, la oración mental se transforma en contemplación mística. Los ojos de la fe, iluminados por el Espíritu Santo, penetran a través del velo del misterio y admiran por un instante, con desbordante alegría, lo que Dios se ha dignado manifestar de sí. Queda por resaltar un último estadio, típico de la meditación de san Francisco: el impulso que sacó de ella para su vida. Francisco se sentía impulsado a encarnar en su propia vida las inspiraciones divinas recibidas en la oración. Dice en el Testamento: «Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me ensañaba qué debería hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio. Y yo hice que se escribiera en pocas palabras y sencillamente, y el señor Papa me lo confirmó» (Test 14-15). Para Francisco, por tanto, el encuentro con Dios en la oración no fue solamente una práctica piadosa con finalidad en sí misma, sino una continua interdependencia entre el orar y el actuar, que constituían en él una unidad indisoluble, en virtud de la cual la oración se convertía en acción y la vida en oración. [Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. III, n. 7 (1974) 47-48] |
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